Por primera vez me siento libre. Esa era la percepción de su propia existencia cuando la muerte le sorprendió, como siempre nos sorprende aunque sea lo único cierto que sabemos. David Taguas se sentía, ahora, libre de decir lo que pensaba, de vivir como quería. David, como Neil Young, pensaba que es mejor quemarse que apagarse y así vivió, y así murió.
He leído muchas y muy bonitas cosas estos días sobre David. Yo quiero resaltar una: la pasión que ponía en todo lo que hacía. Estaba pasionalmente enamorado de su profesión, de su país, de sus hijos, de sus recuerdos, de sus amigos y hasta de los que no pensaban como él porque le abrían la puerta a lo que más apreciaba: la polémica, la discusión a muerte. Pasionalmente enamorado del Real Madrid. Pasionalmente enamorado de María Jesús. A muerte. Siempre era a muerte.
En La leyenda de la ciudad sin nombre, al final de la película cuando se marchan casi todos bajo una estrella errante y contra un fondo azulado y lluvioso, uno de los mineros le dice a Ben; “hay dos clases de personas, las que se quedan y las que se van”. “No”, le dice Ben, “hay dos clases de personas: las que van a algún sitio y las que no van a ninguna parte”. David Taguas siempre estaba yendo a algún sitio, siempre tenías la sensación de que tenia una meta ahí, al lado, al alcance de la mano. Y de que, a poco que te descuidaras, te llevaba con él. A muerte. Iba y volvía. Y te lo contaba, explosivo, machacón, sensible, humano.
David, al que tanto le gustaban las estadísticas, no era, desde luego, el español medio, aquél que, como decía Unamuno, está siempre de vuelta de todo sin haber ido a ningún sitio. No sé bien si siempre sabía lo que quería, pero quería lo que hacía, y lo hacía, por encima de todo, por encima incluso de él mismo. No era el cínico que sabe el precio de todo y el valor de nada. Precisamente, como el brillante economista que era, conocía muy bien el valor de las cosas, pero también el valor de la fuerza de las ideas, de la trascendencia de las emociones. Sabía de números, pero no era calculador, qué paradoja. Era pasionalmente optimista, siempre tenía soluciones, siempre te asaltaba con ideas que se empujaban por salir de su cerebro a borbotones, atropelladamente, y no un fatalista de esos que no tienen suficiente imaginación ni siquiera para engañarse a sí mismos. David no se engañaba. Creía en lo que creía y lo hacía con ardor. Y acertaba. Y se equivocaba. Pero si no lo intentas, ni siquiera corres el riesgo de equivocarte.
Leí una vez una dedicatoria en un libro “a los que nunca se equivocan, para que se queden en su infierno”. No sé dónde estarás ahora, David, pero seguro que en ningún infierno. Tuve la suerte de conocerte, de tratarte, de discutir de todo, pero sobre todo, de política y de fútbol. Sabías mucho de las dos. Y tenías tus pasiones bien definidas, tenías las cosas claras. Te conocí sólo unos años, tus últimos años. Pero la intensidad de tu amistad la llevaré siempre conmigo. Tu último libro, ese del que estabas tan contento, se titula Cuatro bodas y un funeral. Qué paradoja. La muerte es solo la suerte con una letra cambiada, como le gusta decir a Benjamín Prado. Tuviste suerte, David, en la vida, y te llegó la muerte como la habías vivido, de repente. Era inútil que madrugaras, porque antes se había levantado tu destino.
José Eugenio Salarich es embajador de España en Emiratos Árabes Unidos.
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