Arriba, en la estratosfera, hay un negocio galáctico. Una nueva industria que permitirá a unos pocos privilegiados contemplar algo que, hasta ahora, solo han visto 500 seres humanos: la curvatura azul de la Tierra recortándose contra la sólida oscuridad del espacio. En estos momentos hay unas diez compañías que pugnan por ser las primeras en transformar los vuelos suborbitales en un sistema habitual de transporte o de turismo. Lo singular es que la mayoría representa el empeño personal de algunos de los hombres más ricos del planeta. Elon Musk, multimillonario cofundador de PayPal, ha creado SpaceX; Jeff Bezos, fundador y director de Amazon, levantó Blue Origin; Jeff Greason, antiguo alto ejecutivo de Intel, capitanea XCOR Aerospace, y el hiperactivo sir Richard Branson lleva tiempo intentado que Virgin Galactic despegue con el primer grupo de turistas en órbita subespacial de la historia.
Todos compiten por un mercado que —según la consultora estadounidense The Tauri Group— en una década acumulará una inversión de 600 millones de dólares (432 millones de euros) si se cumplen los cálculos y más de 4.000 personas compran billetes. Mientras esto sucede, la industria tiene en Newton a un gran aliado.
Viajar fuera de la atmósfera terrestre y lejos de su insobornable gravedad permitirá a estas aeronaves desplazarse a unos 6.400 kilómetros por hora. Entonces, las manecillas del reloj acortarán los tiempos. Solo se tardará una hora entre Moscú y Nueva York. Y el trayecto que une Londres con Singapur se recorrerá en dos. Por primera vez, el mundo semejará una verdadera aldea global. “No hace falta tener mucha imaginación para darse cuenta del tremendo impacto que esto tendrá en el mercado inmobiliario de propiedades de lujo”, reflexiona en el estudio Wealth Report Liam Bailey, responsable de investigación mundial de Knight Frank. Esta consultora, apunta Financial Times, ha identificado a unos 70 ultrarricos (personas que tienen más de 30 millones de dólares en activos líquidos) que invierten en viajes espaciales comerciales, 13 de los cuales son multimillonarios que suman una fortuna personal de 17.500 millones de dólares (12.610 millones de euros).
Pero para que esta industria pueda aprovecharse de esos números hay que superar dudas. Yolande Barnes, responsable de investigación mundial de la consultora inmobiliaria Savills, sostiene que esta velocidad favorecerá los viajes de larga distancia “entre ciudades y continentes y la posibilidad de comprar inmuebles de gran lujo en destinos remotos, como Micronesia, que hasta ahora no eran fácilmente accesibles desde Europa o América. Sin embargo”, advierte, “es improbable que genere nuevos destinos de masas, que tienen más que ver con la existencia de vuelos nacionales cortos”. Y baratos, habría que añadir.
Convertido el espacio en territorio de la élite de la élite, el negocio está, precisamente, en dejar de serlo. Virgin Galactic, y su modelo SpaceShipTwo, debería despegar del Spaceport America, en Nuevo México (Estados Unidos), en la segunda mitad de este año. A bordo irán seis pasajeros (entre ellos, el propio sir Richard Branson y su hijo) y dos pilotos. Durante 120 minutos, la nave saldrá al espacio suborbital, en la frontera entre aire y vacío, a unos cien kilómetros de la superficie terrestre, y los viajeros experimentarán cinco minutos de ingravidez antes de regresar al desierto. El plan de vuelo lo confirma un portavoz de Virgin, quien espera que, “gracias a las economías de escala y a las nuevas tecnologías”, el precio del billete espacial (ahora en 250.000 dólares, unos 170.900 euros) caiga “en menos de una década por debajo de 100.000 dólares”.
De momento, asegura la empresa, ya hay 680 personas (como Lady Gaga, Leonardo DiCaprio, Justin Bieber o Stephen Hawking) que han pagado y reservado un asiento espacial. Trazando una sencilla multiplicación, supone que Virgin ha conseguido 170 millones de dólares (122,4 millones de euros) en depósitos de sus futuros clientes. Sobre estos números auguran que en la primera década de operaciones viajarán cientos de personas. Lo que no está claro es en qué condiciones lo harán.
“La mayor dificultad se halla en la seguridad”, observa Diego Rodríguez, director de espacio de Sener. “Dudo mucho que los sistemas iniciales superen un 98% de fiabilidad. Alcanzar cifras propias de la aviación civil actual es el auténtico reto tecnológico de este nuevo sector, por lo que, inicialmente, los vuelos suborbitales serán cosa no solo de adinerados, sino además de intrépidos. Pero no olvidemos que también fue así cuando hace cien años nació la aviación”.
Ese es el razonamiento de todas las empresas del sector. Estamos ante la aviación del siglo XXI y, como entonces, el negocio, y “el futuro, reside en el transporte comercial, en este caso suborbital, que vivirá un notable auge en los próximos 15 años”, prevé Rodríguez. Es una revolución en la que Europa —a través de Airbus Defense and Space— quiere participar. En mayo, la mayor empresa aeroespacial del Viejo Continente probará su prototipo de avión suborbital, Spaceplane, a una altura de 3.048 metros sobre los cielos de Singapur. “El programa”, sostiene un portavoz de Airbus, “se ha construido con financiación privada a fin de no afectar a los presupuestos públicos de la Agencia Espacial Europea”. De hecho, la dificultad para encontrar ese capital es la razón que ha ralentizado la aventura.
Pese a los contratiempos, el empuje de todos estos astroemprendedores deja el mensaje de que esta industria —en palabras del responsable de Sener— “ha llegado para quedarse”. XCOR Aerospace, que cuenta con inversores como Esther Dyson, business angel y filántropa, o Pete Ricketts, lo tiene claro: “Nuestro objetivo es hacer los viajes espaciales asequibles a todo el mundo”, indica la firma. De momento, su modelo XCOR Lynex Mark I, con un precio de 95.000 dólares (68.300 euros), tiene uno de los billetes más competitivos del sector. Las pruebas de vuelo empezarán a finales de este año y, si todo va adelante, en un margen de entre seis y ocho meses saldrán hasta 200 vuelos antes de que se inicien los despegues comerciales. El espacio empieza a parecer la penúltima frontera.
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